La Unión Democrática había
planeado una gran marcha para el 19 de septiembre. El día era agradablemente
tibio. Desde la mañana, las varias delegaciones iban llegando a la plaza del
Congreso. Yo marché con los escritores. Había también representantes de los
actores, los músicos, los plásticos, los estudiantes, etc. Antes de dar la
vuelta a la gran plaza apareció Enrique Amorim, muy agitado, anunciando que los
primeros contingentes ya estaban llegando a la Recoleta, donde debía terminar
el desfile. Pero pasaron casi dos horas antes de que pudiéramos ponernos en
marcha. Esto era promisorio. Los grupos que avanzaban por la calle Callao se
atascaban antes de llegar a la Recoleta.
Victoria Ocampo marchó al frente
de un grupo de estudiantes.
Fue entonces cuando, por primera
vez en Buenos Aires, la gente empezó a arrojar papel picado sobre los
manifestantes, como es costumbre en Estados Unidos. María Rosa Oliver, del
Comité de Redacción de Sur y futura ganadora del Premio Lenin de la Paz, me
contó todos los pormenores del desfile, que ella presenció desde un balcón. Yo
marchaba entre Eduardo Mallea y Leónidas Barletta. Este último, que pronto
habría de unirse a la izquierda ortodoxa, arengaba a grupos de muchachones mal
vestidos, sentados en los bancos de la plaza o trepados a los faroles, con
expresiones cerradas y hostiles en las caras. Barletta gritaba: «¡Vamos,
muchachos! ¡únanse a las filas de la democracia!».
Las expresiones se volvían más
enfurruñadas.
Fue un gran despliegue. El gran
despliegue de una parte de la Argentina, la Argentina de la cultura, la que
había sido representativa hasta ese momento, la Argentina que tenía el rostro
que habíamos presentado al mundo. El otro rostro, el «verdadero», iba a
mostrarse el 17 de octubre, veintiocho días después. Y este rostro estaba
destinado a ser el de la Argentina. Cuando la máscara finalmente cayó, los rasgos
que estaban detrás ya no tenían ningún parecido con la cara que se vio el 19 de
septiembre de 1945.
Ese despliegue que nos pareció
efectivo y era tan sólo un desfile en el vacío, no contó con la presencia de
Borges.
El motivo era muy sencillo: había
tenido un ataque de varicela, una forma benigna de esta enfermedad infantil.
Haciendo una excepción, le telefoneé esa noche para comentar el éxito de la
marcha. Él ya había sido informado por su madre, Bioy Casares y Amorim. Como
estaba forzado a permanecer en casa, me pidió que le visitara al día siguiente.
Acepté. Nunca he temido a los contagios y, además, ya había tenido la varicela.
Después de aquel almuerzo que yo
había tenido con su madre, no había recibido nuevas invitaciones. Doña Leonor
no había manifestado ningún deseo de verme de nuevo y yo tampoco deseaba verla.
Sin razón aparente, sin vernos, sin haber intercambiado una sola palabra,
nuestra mutua antipatía iba en aumento. Pero ese día fui a tomar el té con los
Borges.
Georgie no estaba en cama y tenía
puesta una bata en vez de la chaqueta habitual. No tenía pústulas en la cara.
Estela Canto, Borges a contraluz.