Traidor

Traidor
Evitando el ablande.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Oda a los saqueos


¡Ah, el saqueo! ¡Cómo me llama el saqueo!
¿Acaso no lo oyes? ¿No lo ves, ahí agazapado, susurrándote palabras dulces?
¿No son esas promesas caricias para el alma?
¿Lo sientes? Es el calor decembrino,
la humedad prenavideña,
que como cada año nos anuncia
el inicio de la temporada de saqueos.

¡Oh, los saqueos!
Esa promesa de amor
y movilidad social ascendente por una semana
o un día
y satisfacción inmediata de necesidades básicas
como whisky y sidra y LCD
que se renueva cada verano
pulsando nuestra cuerda más íntima.

¡Uh, los saqueos!
Y esa invitación a tomar todo lo que se pueda,
a correr el riesgo
de atravesar la avenida
en ojotas
cargando una media res
transpirando.
El tiro policial o comerciante por la espalda,
eternamente inminente,
el incendio, el caos,
el bardo, el quilombo
y llevarse hasta el arbolito de Navidad
del chino puto.

¿No oyes cantar los pájaros?
Sus trinos gritan “¡saqueo!”
y “¡muerte a la yuta!”,
nos convocan a la gran reunión,
la gran intifada,
la comunión nacional
de las góndolas arrasadas
los vidrios astillados
las gomas quemadas.

¡Salid, compañeros!
¡Saquead, camaradas!
Que el Servicio Meteorológico anuncia
42 grados de sensación
y cajones de vino a granel
para los valientes.
Saqueadores de mundo, uníos.
Gordas del conurbano, estad prestas.
Temblad, Ribeiros e HiperRodós del mundo.
Los días sin Estado nos llaman a gritos y a piedrazos.

¡Ah, el saqueo!
Esa pequeña vacación antes de las vacaciones
en la pelopincho
que tanto nos pide nuestro ser,
porque ¿cómo sería vivir sin crisis?
¿qué es eso que llaman paz,
descolorida y sin gusto?

¡Oh, diciembre! ¡Oh, calor! ¡Oh, caos, dulce caos!
Te pertenezco.

jueves, 24 de octubre de 2013


Me senté a comer en el lugar de siempre, en una mesa contra la ventana. Había unos tipos con unas máquinas asfaltando la calle.

Las máquinas eran de Maquivial, la que en los '90 esponosreó a Platense y le hizo la tribuna visitante a cambio. Maquivial queda en Don Torcuato, que queda en Tigre.

Un camión con acoplado iba vertiendo el asfalto en piedritas en una máquina zarpada que, a su vez, iba veritiendo el asfalto en la calle formando una cinta negra y rugosa. A la máquina la manejaba un tipo desde arriba. Al costado iba otro tipo, ajustando unas perillas y perforando la cinta asfáltica con un fierrito. Atrás, a pie y a cada lado de la cinta, iban unos tipos con una especie de repasador de pisos de fierro. Iba uno de cada lado, emparejando el asfalto. El del lado de la vereda era más viejo que el otro y mucho más lento y menos prolijo.

Pedí costilla de cerdo con puré de papas.

Atrás de todo eso venía una aplanadora. Unas mangueras le tiraban agua permanentemente a las dos ruedas de acero gigantes de la aplanadora. Esta máquina aplastaba el macadán, lo compactaba.

Los gallegos le dicen macadán al asfalto porque parece que a este modo de asfaltar lo inventó un tal MacAdam. Gracias, Bruguera, por tus traducciones.

La moza era un gordita petisa, rubia y con los costados de la cabeza rapados. Era amable. Una familia de chetos sentada en una mesa grande la estaba volviendo loca.

A la aplanadora la manejaba un tipo bastante viejo también. Dejaba el asfalto plano pero granulado a la vez. También la aplanadora dejaba un reguero marrón de agua con óxido.

Llegó mi plato. En vez de una costilla, como esperaba, vinieron dos. Estaban buenas, a punto, pero parecía como si la plancha hubiera estado sucia, como si antes se le hubiera quemado algo al cocinero y no hubiese podido limpiarla bien.

Primero un auto se metió por la calle, que estaba cortada. Un viejo en una mesa cercana a la mía se indignó con el pelotudohijodeputa que estaba metiéndose así por un lugar tan notoriamente clausurado. Uno de los tipos que estaba trabajando en el asfaltado también se indignó. Estaba fumando un pucho y gesticulando caliente. Cuando se bajó el vidrio resultó ser que el pelotudohijodeputa era una pelotudahijadeputa que vivía en esa cuadra o algo así. Finalmente el tipo la dejó pasar.

El puré estaba hecho con toda la mala leche del mundo. Tenía un sabor a hospital increíble y estaba apelmazado a más no poder. Era como silo hubieran calentado mil veces al microondas.

Después se metió una moto, esta vez sobre el asfalto recién colocado. El motoquero frenó, pegó la vuelta, se subió a la vereda y siguió por ahí. Entonces los tipos que estaban trabajando decidieron que era un buen momento para poner una cinta a lo ancho de la calle prohibiendo el paso sin ambigüedades.

Los chetos de la mesa pedían milanesas, pepsis, suspendían las milanesas y las volvían a pedir. Arriba de ellos estaba el televisor. TyC mostraba los goles de los argentinos en el mundo. Un tal Bordaberri clavó un golazo mano a mano con el arquero. Definió poniéndose medio de costado justo antes de patear, como mostrándole al arquero lo que iba a hacer y lo imposible que era que lo detuviese.

Ahora el indignado de la mesa estaba indignado por no sé qué materiales de construcción que no le entregaban. Se lo contaba a sus dos compañeros diciendo que eran todos una manga de hijos de puta.

Pero la costilla estaba muy bien.

La moza se había ido al baño o algo así.

El tipo de la máquina grande paró todo, abrió una especie de baúl y sacó un envase de coca de plástico retornable. Se lo pasó a otro que estaba abajo y que tenía un billete de diez pesos en la mano.

Los chetos hablaban de cómo votar. Una chica joven no había votado en las PASO y no estaba segura de poder votar el 27 de octubre.

Sonaba de fondo una música en francés, como música country en francés. La mina que atendía el mostrados tenía unos tatuajes grossos en cada brazo.

Llegó otra moto. Se le había enredado en la rueda de atrás la cinta preventiva que acababan de poner los tipos que estaban trabajando. Se detuvo sobre el asfalto nuevo y sacó la cinta. Se dio vuelta y se fue.

El puré se me estaba atrancando en el estómago. Como si hubiera tragado boligoma.

Ahora TyC mostraba a Messi con sus cuatro balones de oro. El zócalo decía algo del libro Guinness del fútbol. Una cheta vieja decía “ah, joven, si recién jubilado, joven”.

Me agarró sueño y pedí la cuenta. Justo en ese momento parece que todo el mundo pidió la cuenta.

Almorzar tarde me cae muy pesado. El puré me estaba quemando el estómago.

El indignado hablaba por celular. Una vieja cheta miraba su blackberry con funda celeste de goma. Entró una mina joven a la que toda la familia cheta parecía estar esperando. Explicó que con esos zapatos se había caído tres veces y todos se lo festejaron mucho. Incluso un pibe joven con cara de pelotudo que probablemente fuera el hermano así que no debía de tener ningún interés en levantársela. Igual le festejó mucho la anécdota. Increíblemente. Una de las viejas chetas le dijo a la moza “ahora sí, la milanesa”.

Llegó el tipo con la coca y todos tomaron. El nuevo record de TyC era el arquero con más goles convertidos en un solo partido: Chilavert.

Esa gente cheta no parecía tener ninguna obligación. Era mediodía pasado de día de semana y estaban todos ahí festejando que la piba esa se había caído tres veces. 87% de certeza de que eran felices.

Pagué y me fui. Miré a la moza para saludarla pero estaba de espaldas y me fui.

Cuando salí me desvíe unos metros para la derecha y pisé el asfalto blandito y calentito con mis zapatillas. Blandito y calentito como el puré que estaba en mi panza. Y pegajoso. Las zapatillas se me pegaban a la vereda al caminar y tenía sueño y puré choto en el estómago y esa gente era feliz un miércoles al mediodía.

jueves, 6 de junio de 2013

Chomei



En el Japón antiguo vivió Kamo-no-Chomei. Su padre era un sacerdote sintoísta de bastante influencia en la corte imperial, por lo cual él fue criado desde chico en el ambiente del templo y ya desde temprano tuvo contacto con la poesía y la música.

Cuando Chomei tenía 17 o 18 años su padre murió. Esta muerte lo afectó mucho y marcó fuertemente su carácter. Chomei se volvió entonces más reservado de lo que ya era. Se dedicó con empeño al estudio de la música y sobre todo de la poesía.

También se volvió más observador. Esta cualidad lo convirtió en un peculiar testigo de la época que le tocó vivir. El Japón de esos años sufrió muchas catástrofes naturales y también sufrió vaivenes políticos abruptos. Cuando suceden esas idas y vueltas bruscas en la política de un país el que más sufre es siempre el pueblo.

Chomei presenció un gran incendio en Kioto, la ciudad en la que vivía. Allí, tanto ricos como pobres perdieron sus casas, sus posesiones y hasta sus vidas. Un tercio de la ciudad fue devorado por las llamas.

Pocos años después Kioto volvió a sufrir calamidades, pero esta vez debido a un tornado. Chomei estaba allí y vio cómo los tejados, las puertas y las casas enteras (que eran de madera) volaban por los aires. Mucha gente quedó lisiada y mucha otra murió.

En ésa época Kioto era la capital de Japón. De repente, un día el emperador decidió que ya no lo sería más y ordenó mudar la capital al país de Tsu. Los pobladores protestaron pero el asunto ya estaba decidido, así que, primero los funcionarios, después los nobles, siguieron al emperador hasta la nueva capital. La ciudad de Kioto una vez más volvió a sufrir: junto con la corte se fueron las riquezas, las casas fueron desmontadas y flotaron río abajo en balsas para la mudanza. Los terrenos quedaron vacíos y la gente empezó a cultivarlos.

Pero parece que el lugar donde se había instalado la nueva capital no era apropiado. Había poco espacio llano entre el mar y las montañas. Esto hizo que no se pudieran trazar calles. Para transitar solamente había unos pasillos muy estrechos. Los nobles que habían llevado sus carrozas hasta allí tuvieron que desarmarlas porque no había por dónde hacerlas pasar. Y lo que es peor: como los carros de transporte tampoco podían circular, llevar las mercaderías de un punto a otro de la ciudad era una verdadera tortura.

Todos se sintieron a la deriva,
como las nubes

escribiría Chomei en un poema varios años más tarde.

Por todo esto, la calidad de la vida bajó muchísimo y llegó un momento en que no se podía distinguir a un rico de un pobre porque todos vestían andrajos. El humor popular empeoró y el de la nobleza también. Así que el emperador ordenó regresar a Kioto e instalar otra vez la capital allí. Pero la vuelta acarreó otros problemas, porque las casas desmontadas no pudieron ser reconstruidas como antes. El resultado fue una ciudad más precaria que la que había existido antes en el mismo lugar.

Las desgracias del pueblo japonés no acabaron ahí. Un tiempo después hubo sequías e inundaciones en los campos y no se pudieron cosechar alimentos. Esto desató el hambre de toda la población. El tejido social, las formas y las costumbres establecidas hasta entonces, se trastocaron. Comer era la prioridad y para ello hubo quien robó y quien mató, quién saqueó templos y quién vendió hasta las maderas de su casa. Los ricos tuvieron que mendigar como pobres por las calles de la ciudad.

Para colmo, llegó la enfermedad. La enfermedad colectiva, la epidemia, casi siempre está relacionada con la pobreza, con la miseria. Combatir la pobreza es también combatir la enfermedad. La epidemia provocó la muerte de miles de personas. Los que no murieron de hambre murieron de alguna otra cosa. Ni los viejos ni los chicos ni los ricos ni los pobres quedaron a salvo de esto. Los cuerpos de los muertos se pudrieron en las calles, al sol, a la vista de todos.

El amor, sin embargo, no desapareció de la faz de la tierra. Padres sacrificaron sus vidas para que los hijos comieran y muchos compartieron lo poco que hubo con las personas que amaban. El hombre se puede volver fácilmente un animal, pero siempre hay algo adentro suyo que lo puede salvar.

Un buen día, las cosechas lograron restablecerse y poco a poco la población fue pudiendo volver a la normalidad, si es que a esa clase de supervivencia se le puede llamar normalidad.

Otro suceso extraordinario y desgraciado que le tocó en suerte presenciar a Chomei y padecer a la población de Kioto fue un terremoto. Hay muchos terremotos en la isla de Japón, y Chomei tuvo que vivir uno que desde su epicentro hasta los últimos temblores duró casi cuatro meses. Chomei escribió que el temblor de la tierra y el abrirse de las grietas “sonaron igual que truenos”. También dijo que

el terremoto, en verdad,
es lo más terrorífico del mundo.


Las casas, una vez más, se derrumbaron y animales y seres humanos se perdieron en las rajaduras del suelo. Chomei vio a un nene aplastado por una casa en ruinas. Su padre, un guerrero recio y duro, lloraba a los gritos y sin consuelo.

Después de haber sido testigo de todas estas desgracias y de todo ese dolor, a los 54 años, Chomei se retiró a lo profundo de unos montes llamados Hino y construyó una choza. Sus vivencias le habían enseñado que la vida es dura y trabajosa y que todo en este mundo es transitorio. Lo definitivo está en la otra vida.

En su retiro del mundo, Chomei se dedicó a la poesía y a tocar el koto y la biwa. El koto es un arpa japonesa de catorce cuerdas y la biwa es una espacie de laúd de cuatro cuerdas.

Su vida en los montes fue austera y mansa. Su choza era del tamaño justo y necesario para que cupiera un hombre, se alimentaba de bayas y frutos silvestres. Se dedicaba a meditar acerca de lo vano del hombre y sus miserias, pero sin juzgar a nadie en particular. También pensaba acerca de las propias miserias y los propios pecados.

Compuso un poema en el que narró toda su experiencia en el barro del mundo y lo tituló “Canto a la vida desde una choza”. Sus primeros versos nos dicen:

La corriente del río
jamás se detiene,
el agua fluye
y nunca permanece
la misma.

El griego Heráclito, el oscuro de Éfeso, había pensado algo similar siglos antes. El fragmento de su obra más conocido dice:

En los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos].

Es casi imposible que Chomei tuviera conocimiento de Heráclito y su filosofía. Sin embargo, la observación atenta y reflexiva los había llevado a ambos al mismo puerto.

La fe de Chomei era la del culto Jodo, que predicaba la vacuidad de este mundo y la existencia de la salvación en la vida supraterrenal. En su poema, en el canto XI, dice:

La realidad de este mundo
viene de la mente.


El poema del sabio Chomei contiene muchos pensamientos profundos y de utilidad. En el canto IV recomienda:

Para entender
el mundo de hoy,
vale comparar
con el mundo de antaño.

Chomei pasó un breve tiempo en Kamakura enseñándole poesía al shogun Sanemoto, aparentemente sin mucho éxito, y enseguida volvió a su choza. Su destino y su voluntad estaban en la reclusión de los montes.

Ya con 60 años, a veces Chomei salía a pasear junto a un nene de diez años hijo de un guardabosques que vivía cerca. Resulta muy poética la amistad entre un viejo y un nene porque afuera de ella quedan los hombres que hacen y viven el mundo dañino. Es como si para volver a entender la infancia hubiera que recorrer un camino muy largo.

Algunos monjes lo visitaban de vez en cuando. Por las noches, en soledad, recordaba a viejos amigos y sucesos del pasado.

Un buen día, cuando contaba 62 años de edad, en el año 1216, Chomei falleció. Dadas las características de su religión, debe haber recibido la muerte con mansedumbre y esperanza. En su poema, para justificar la vida de anacoreta elegida, había escrito unos versos sencillos y enormes a la vez:

El mundo de hoy tiene sus maneras
y yo las mías.

viernes, 24 de mayo de 2013

Cara de rata

Un viejo cuento, publicado en su momento acá. Algo tiene, creo.


Solemos decir con poca gracia que tal o cual persona tiene cara de ratón, de pájaro, de caballo o de cualquier otro animal. Lo comentamos al oído de alguien que nos acompaña en el tren, indicándole a la vez a cuál de todos los pasajeros debe observar. Una carcajada, rápidamente reprimida, se escapa de las fauces de nuestro acompañante, quien, acto seguido, nos dirige una fugaz y divertida mirada de aprobación, al tiempo que sentencia en baja voz: «Es verdad».
Cuando hacemos un comentario de este tipo, nos referimos a ciertos rasgos muy comunes del rostro humano que, ampliados y exagerados en nuestra imaginación, nos recuerdan alguna de las varias especies animales que conocemos. Pero lo cierto es que ese rostro que hemos calificado como perteneciente al género de los equinos o de los simios no deja jamás, por espantoso que sea, de poseer rasgos humanos.
En el caso que nos ocupa, decir que tenía cara de rata no era, en modo alguno, una exageración. Lo que en cualquier otro caso no hubiera sido más que un chiste, la vulgar verbalización de una característica más o menos corriente de la fisonomía humana, era aquí la pura, absurda y horrible verdad: tenía cara de rata. Una rata sin pelo, es cierto, pero una rata a fin de cuentas. Era hombre en parte, en parte rata.
Nació así: feo, deforme, repugnante. Si a la cabeza de una rata se la hubiera aumentado varias veces de tamaño y se le hubiesen quitado todos los pelos con una pinza de depilar, se hubiera obtenido una representación benévola de su cabeza. Era asqueroso ver su hocico sin bigote, rosado como el de un chancho o un bebé, alargado hacia delante, husmeando el mundo al que acababa de llegar, y sus ojos humanos que se defendían de la luz con párpados de roedor. Si mediante el sentido de la vista se hubiesen podido percibir olores, aquel rostro hubiese sido el más nauseabundo de todos.
Su madre, hecho extraño para la época, murió al dar a luz. Su padre lo vio una única vez, lo maldijo, lo entregó en adopción y desapareció. En el orfanato donde transcurrió su infancia alguien le puso el nombre de Witold. En aquel lugar vivió encerrado; jamás fue presentado a ninguno de esos matrimonios estériles que llegaban buscando adoptar. Los otros huérfanos no lo molestaban; nunca nadie se burló de su deformidad. En realidad, ninguno de aquellos huérfanos se le acercó nunca lo suficiente como para burlarse de él: todos le temían por igual; él era el monstruo que los visitaba en sueños, la representación palpable de todos sus miedos sin padre.
A los ocho o nueve años comenzó a comer en un turno apartado de todos los demás huérfanos: verlo comer, y más que verlo, oírlo comer, se había vuelto insoportable para ese entonces. Varios huérfanos se habían descompuesto en diferentes oportunidades y otros se habían negado a comer durante días cuando todavía compartían turno. Al final, el director del orfanato decidió crear turnos especiales de desayuno, almuerzo, merienda y cena para Witold. Pero ni siquiera los encargados de servirle la comida, profesionales experimentados, querían verlo cuando, babeando, comía lo que había en su plato, masticando primero con los dientes delanteros y tragando con gran estruendo después; por eso, optaron por servirle la comida y retirarse antes de que se presentase en el comedor.
Durante aquellos años pueriles aprendió a leer y escribir casi por su propia cuenta. La soledad obligada trajo consigo la afición a los libros. Más tarde, durante la adolescencia, esa soledad y esa afición se combinaron con la desdicha y la costumbre de observar detenidamente el entorno; así surgió la necesidad de expresarse y la voluntad de crear los propios libros fue afirmándose en él.
Cuando alcanzó la mayoría de edad, el director del orfanato le propició un generoso empujón a la calle y lo dejó librado a su suerte y solo como siempre había estado. Witold se percató entonces de su absoluta ignorancia en las cuestiones básicas de la supervivencia, pero cierto instinto social o urbano le permitió encontrar ocupación en un circo, como fenómeno. El trabajo era de noche y bastante humillante (¡Pasen a ver a la rata humana!) pero al cabo de unas semanas ya tenía techo, comida y hasta una vieja máquina de escribir.
Ayudado por su fealdad, que lo impulsaba a recluirse en su cuarto de pensión mientras duraba la luz solar, pudo leer y, sobre todo, escribir. Desde el pasillo de la pensión podía oírse a toda hora el sonido percusivo producido por las teclas de hierro de la vieja máquina, que se empeñaban en dejar su huella entintada en papel blanco enrollado al carretel. Algunos vecinos se detenían ante la angosta puerta del cuarto para oír aquella verdadera batucada letrística que comenzaba a la mañana y terminaba siempre al atardecer, cuando ya el sol no alumbraba. Entonces, desde sus puertas entornadas y sus mirillas, veían al músico de los dedos manchados con tinta recorrer a tientas la penumbra del pasillo y la profundidad de la escalera en busca del aire fresco de la calle.
A veces, después del trabajo, Witold recorría la ciudad. A pie siempre y tarde, veía desde la vereda todo lo que sucedía adentro de los bares y otros lugares de reunión. Pero nunca entraba en ellos: su deformidad, esa joroba que a él le había tocado llevar en el rostro, no le permitía acercarse a nadie. Alguna vez lo había intentado, pero no era aceptado ni en el más infame de los prostíbulos del puerto; era marginado hasta por los marginales, y sabía que estaba condenado a ser, él solo, el margen de todo margen.
Así pasaron varios años. La rutina, la disciplina y el aislamiento llegaron a convertirlo en un buen poeta.
Un día, una casualidad afortunada lo puso en contacto con un editor y al poco tiempo, Witold publicó su primer libro de poemas. El mismo fue un éxito en el mundillo literario y pronto publicó otro más.
Al tercero todo el mundo habló de él. Los críticos competían por elogiarlo, los lectores lo amaban y su editor también. «La voz del pueblo», lo llamaban las señoras progres de los barrios del norte; «el poeta del amor», le decían los jóvenes periodistas en los medios gráficos. De golpe, todo el mundo lo amaba.
Witold, conciente de su fealdad, optó desde el principio por no exponerse ante su público. Ganó el suficiente dinero como para abandonar el trabajo de rata humana en el circo y mudarse a un lugar recluido para dedicarse con exclusividad a la poesía. Con el tiempo también incursionó en otros géneros, los cuales recorrió con igual éxito. Esto, y el hecho no menor de que la casa en que vivía no tuviese ni un solo espejo, fue haciendo que lentamente se olvidase del problema de su rostro.
Luego, un día, lo recordó bruscamente: su editor le pedía desde el teléfono que rompiese su ostracismo y accediese a concurrir a una presentación en público de su último libro.
Durante algunos días se debatió sin descanso entre la posibilidad de aceptar o no la propuesta. Se sentía tentado. Últimamente su autoestima había crecido y no pudo evitar decirse que si su público lo amaba, era por sus libros, por sus versos, y no por su aspecto físico. Quizá fue eso lo que finalmente lo decidió.
Algunas semanas después, Witold se encontró metido en un traje tras la cortina de un salón bien iluminado y decorado con muy buen gusto, repleto de gente bien vestida que llevaba libros en la mano y estiraba de a ratos el cuello tratando de ver qué había detrás de la cortina. En una mesa ubicada sobre una tarima, de frente al público, un hombre bien educado y de voz apacible daba un discurso. Era el editor, y todo lo que decía era referido a él, a Witold, que lo escuchaba con nerviosismo y orgullo crecientes.
Luego el discurso terminó y el editor miró hacia un costado buscando a Witold. El público se puso de pie y aplaudió con entusiasmo, mirando en la misma dirección que el editor. Witold respiró hondo y dio un paso hacia el frente. Los pasos que siguieron se dieron solos y él hizo su aparición.
Cuando la luz blanca del salón bañó su cara, los aplausos cesaron de un golpe. Nadie habló más que con los gestos de la cara. El editor, que era bastante miope, no entendió qué pasaba. Pero Witold sí lo hizo: vio la expresión unívoca de repugnancia en el rostro del público, vio la decepción y el asco pintados en ése único rostro colectivo y entendió. Sin embargo, siguió andando hasta la mesa, se sentó y miró al frente. Un reflector que colgaba del techo le apuntaba justo a la cara. Su luz lo cegaba; no podía ver nada. Creyó distinguir a una mujer de la primera fila que se levantaba descompuesta de su asiento y corría hacia afuera, pero no pudo estar seguro de que fuera cierto. Todo era silencio y luz. Estaba mareado. Desde el fondo del salón una voz distorsionada gritó algo ininteligible. Witold dirigió hacia allí su mirada pero fue en vano. Estaba comenzando a sentir miedo. Los pocos rostros que logró distinguir, los de las primeras filas, eran un reflejo fiel del suyo. Volvió a oír la voz distorsionada, pero esta vez le pareció que provenía de otra parte. Sus ojos rodaron buscando, pero sólo vio un destello, una estrella plateada en su sien: un libro había volado hasta su cabeza. Enseguida volaron más y más libros, hasta que uno de ellos consiguió derribarlo. Witold se llevó una mano a su frente de rata y sintió cómo se humedecía; la retiró y vio la sangre. Con cuidado, apoyó la cabeza en el piso de madera y aceptó su suerte. Los libros seguían cayendo, sepultándolo de a poco. Eran libros suyos, hijos suyos. El último en caer sobre él fue un ejemplar de su más reciente libro de poesía, La ostra.

Religión argenta


viernes, 26 de abril de 2013

EL JUEGO, por Tomás Richards

Un viejo cuento, publicado en su momento en Revista Siamesa, por gentileza de Jimena Repetto. Lo pego acá:



Desenvolvió el chocolate y se lo metió entero en la boca. Mientras masticaba la pasta dulce y empalagosa que se iba formando entre sus dientes, hizo una bola con el papel y la dejó caer. Antes de que la bola rebotase contra las baldosas calientes de la vereda, el gordo empezó a correr para alcanzar a los demás. Correr, masticar y respirar a la vez era complicado, pero hizo el esfuerzo y enseguida alcanzó al grupo.
–¡Ah! Ahí estás–, dijo uno de los chicos del grupo, el jefe, mientras él tragaba lo último que le quedaba en la boca de la pasta chocolatosa. –Ya estábamos pensando que te habías cagado otra vez.
Él no dijo nada y siguió caminando junto al grupo, un poco agitado por el pique. Hicieron unas cuantas cuadras y al final llegaron hasta las vías del tren. Hacía mucho calor y ahí, en el terraplén del ferrocarril, sin sombra ni nada que detuviese el azote del sol, se notaba más. Él ya estaba transpirando, pero no era ni por el calor ni por la gordura.
Por ahí el tren pasaba seguido. Y pasaba a toda velocidad. Se ve que pasaba la curva que estaba unas cuadras antes y entonces le pegaba duro y parejo, porque cuando pasaba por ahí, el chillido de las ruedas contra los rieles se sentía de bien lejos; y también se ve que el maquinista se cebaba porque pasaba tocando bocina como loco. Uno casi podía imaginarse la cara del maquinista excitado por la velocidad, con los ojos saltados de las órbitas y la mandíbula desencajada, solamente por el ruido que hacía la locomotora cuando pasaba por ahí. Era una cosa de locos. Incluso uno ya se daba cuenta de qué lado venía el tren porque el ruido venía de diferentes partes. Y cuando se cruzaban dos trenes, que eso casi nunca pasaba pero a veces pasaba, directamente daba miedo. Uno podía estar durmiendo en su casa a seis cuadras, con la puerta del cuarto cerrada y la cabeza tapada con la almohada, que no había forma de no levantarse cagado en las patas y pensando que se acababa el mundo. Así de rápido pasaba el tren.
Y lo que hacían ellos, los chicos, era jugar a pararse en las vías, de frente al tren que venía acelerando y tocando la bocina, y esperar justo hasta el momento antes de que el tren los pasara por encima, momento en el que había que saltar hacia el costado sí o sí porque si no no la contabas. Se paraban de a uno por vez, mientras el resto esperaba ansioso, alentando y dando consejos. El consejo más popular era “no te cagués”, porque siempre había uno que no aguantaba hasta el último momento y se tiraba antes. En verdad, el único que había aguantado hasta el último segundo era el jefe del grupo, y por eso era el jefe. El jefe decía que si te quedabas hasta lo último último, podías verle la cara de desesperación al maquinista y que así todo el juego resultaba más gracioso.
El consejo que seguía en popularidad era “tirate a la derecha”, que era donde estaban todos mirando, porque si te tirabas a la izquierda estaba el otro carril de la vía, y podía suceder que te golpearas feo o peor, que viniese el otro tren y te llevara puesto de adorno. Nadie sabía si era verdad, pero se decía que una vez, hacía mucho, había pasado.
Así que ahí estaban ellos otra vez, en el terraplén, a la hora de la siesta cuando todos los viejos dormían, esperando a que viniese el tren. Y él, el gordo, ya estaba transpirando, pero no por el calor ni por la gordura. Este era el momento del día en que le tocaba sufrir la humillación. Porque el gordo no se animaba a ponerse enfrente del tren. Ya todos lo habían hecho y él era el único que no se animaba. Todos lo jodían para que se subiese a la vía y esperase el tren, pero no podía, le daba miedo, muchísimo miedo. Cuando salía el tema, se quedaba callado, y no contestaba a los demás chicos, que lo invitaban de las maneras más agresivas a dejarse de joder y a no ser puto y pararse de una vez enfrente del tren. Pero no podía, no. Entonces llegaba la reprobación general: el gordo era un puto, más puto que los putos que andan por el centro a la noche y se besan en la boca unos con otros. Y ahora hacía calor y él ya estaba transpirando, pero no por el sol que pegaba sino porque otra vez lo iban a tildar de puto, y por el resto del día o de la semana o de la vida él iba a ser el gordito puto, más puto que esos maricas que decían que andaban por el centro. Y entonces el momento trágico de la verdad llegó: esta vez el jefe le decía que se subiera a las vías rápido, si es que no era un maricón, que ya se oía el tren que llegaba y que no había que perder la oportunidad. Pero el gordito se quedó petrificado, sufriendo el miedo a la muerte y sintiendo ya la deshonra que se venía, y el tren dobló la curva y aceleró y tocó bocina y pasó de largo sin haberse ni siquiera enterado de que al costado había unos chicos diciéndole a un chico gordo que era una nena y un putito porque otra vez se había cagado.
Pero ése día fue demasiado para el gordo. Volvió a su casa humillado, derrotado, mucho más que otras veces. Se sentía poco hombre, nada hombre en realidad, a pesar de que, por su edad, ni él ni los demás chicos, ni siquiera el jefe, hubieran podido jamás ser llamados hombres. Pero eso él no lo entendía y continuó sintiéndose poco hombre. Los mimos de su madre, una mujer que sufría la culpa de tener que trabajar mientras la infancia del hijo se esfumaba para siempre, esta vez no lo consolaron. Más bien lo contrario: aumentaron la sensación de ser un gordito cagón y mimado que ya venía asaltando al pobre gordo desde la tarde. De modo que por la noche, cuando su madre le preguntó qué quería cenar, el gordo le rajó una puteada inexplicable a la mujer y se encerró en su cuarto. No era que la odiase ni mucho menos, pero para hacerse hombre lo primero que tenía que hacer un hombre era lastimar a su madre, y el gordo lo sabía.
Durante las horas que siguieron el gordo se dio ánimos, tumbado en la cama, decidido a enfrentar el tren sí o sí al día siguiente. Luego se quedó dormido.
El sol se alzó y fue otro día. A la hora de la siesta, una vez más, lo chicos se juntaron para ir a jugar a las vías del tren. El gordo llegó puntual. Volvieron a oírse las cargadas del día anterior pero el gordo no respondió. Él sabía que esa vez iba a ser diferente. Llegaron hasta las vías y al rato se oyó el primer tren. El jefe preguntó:
–¿Quién va?
Todos se miraron. Nadie habló. El primer tren siempre era el más temido, el más difícil; después de ése todos se iban soltando y la euforia iba borrando el miedo. El gordo dijo:
–Yo voy.
Los demás lo miraron.
–¡Epa! –, dijo el jefe. –¿Estás seguro? Mirá que…
–Yo voy–, dijo el gordo. Hubo un silencio breve, pero cuando los demás vieron que el gordo empezaba a treparse hasta la vía, enseguida empezaron a gritar ¡A la derecha, ¡tirate a la derecha! y ¡No te cagués!
El gordo llegó hasta la vía y se paró. Los rieles, la tierra, todo temblaba. Allá adelante se oía la bocina endemoniada de la locomotora que corría hacia él. Los gritos de los chicos ya no se oían y tuvo tiempo de pensar, más bien de temer, lo que podía pasar si las piernas no le respondían y se quedaba paralizado. Pero no, eso no iba a pasar. Iba a aguantar hasta el último segundo, como el jefe, y se iba a tirar a la derecha, y se iba a levantar y los iba a mirar a todos a la cara con dignidad, porque esta vez él iba poder llamar putito a otro que no se animara a aguantar hasta lo último como había hecho él. Pensó una vez más: saltar a la derecha. Y la bocina sonó y volvió a sonar y esta vez el sonido se oyó como si saliese de todos los costados del mundo, como si hubiese bocinas en todos los rincones y sonasen todas a la vez y con la máxima potencia posible. El suelo tembló que parecía un terremoto y casi se podía escuchar las tuercas de los rieles aflojándose por la sacudida y las piedritas que cubrían los durmientes saltando por el aire, chocándose entre sí y volviendo a caer lejos, muy lejos; y el tren avanzó y se puso frente a él, haciéndose cada vez más enorme, y volvió a tocar bocina, y la bocina sonó desesperada y como si saliese de los costados de la vía y de atrás de él, del gordo, también, y se puso tan pero tan cerca de él que entendió que el momento de saltar había llegado. Y por supuesto, saltó, todavía sintiendo la bocina que sonaba como dos bocinas, no como una, y miró para el costado para ver cómo los chicos sorprendidos lo recibían al caer. Pero no vio eso, sino que vio como el grupo de chicos se alejaba de él sin moverse, y unos agitaban los brazos y otros se tapaban la cara y otros, más lerdos para reaccionar, todavía le gritaban que saltase a la derecha; y entonces se dio cuenta de que había saltado para la izquierda y de que la bocina del tren que sonaba como dos bocinas eran en verdad dos bocinas y pensó en la madre culposa todavía triste por el maltrato de él la noche anterior y enseguida sintió una masa de hierro pesada, de toneladas y toneladas, que se le pegaba a la espalda y lo empujaba para adelante justo cuando el otro tren se interponía entre su vista y los chicos de abajo.

miércoles, 10 de abril de 2013

Soñar




Más allá de lo idealizados o ensalzados que podamos tener nuestros propios sueños, todas las personas soñamos más o menos lo mismo. En general pensamos nuestros sueños como algo único e irrepetible y, por sobre todo, como algo loco, que demuestra nuestras cualidades creativas o lo interesantes que somos como seres humanos únicos e irrepetibles. Pero no, las imágenes oníricas son siempre las mismas: todos soñamos las mismas huevadas. Que nos persiguen, que estamos desnudos en medio de una multitud, que nos caemos. Etcétera. Y desde siempre es una tentación querer encontrarle significado a los sueños. Lo hicieron los antiguos y todavía lo hacemos nosotros, tal como lo demuestran las listas de búsquedas recurrentes en Google. Con sólo tipear en el buscador “soñar que” o “soñar con” aparece un montón de alternativas y combinaciones, algunas chistosas y otras bien turbias.

“Soñar con piojos” tiene 228 mil resultados. La mayoría de los sitios y foros coinciden en que soñar con piojos tiene relación con las malas compañías que tiene uno y que si se sueña que se los está sacando de la cabeza o matando es porque uno está listo para deshacerse de esa mala compañía, ya sea un vecino, una madre, una pareja o un hijo. Lo que no explican estos sitios es cómo hacerlo.

“Soñar con garrapatas” no es tan popular (49.000 resultados) pero igual está relacionado con los piojos. Sus significados son los mismos, con el agregado de que, ya se trate de una tarea o actividad o se trate de una persona, hay algo que nos está consumiendo la energía. Una metáfora obvia con la que nuestra subconciencia trata de decirnos que paremos la pelota. Soñar que se las quita, a las garrapatas, tiene el mismo significado que con los piojos. Parece que hay gente muy atormentada por sus relaciones sociales que sueña con piojos y garrapatas a la vez, los resultados de búsqueda así lo indican.

Según la respuesta elegida por la comunidad de Yahoo! Respuestas, “soñar con arañas” significa que se avecina un cambio en la vida del soñador. Es de creerse que, durante la Semana Santa pasada,  más de un platense debe de haber soñado con arañas antes de ser testigo del cambio de estado de su casa, que fue de seco/bastante-seco a húmedo/mojado/muy mojado. Las arañas llegan a nuestros sueños desde el exterior, con augurios sobre el futuro próximo. Según el sitio www.suenossignificado.com, según piquen o no piquen, sean uno o muchos, etc., los arácnidos pueden augurar que uno está por pelearse con alguien, ganar mucha plata o enterarse de que es cornudo. “Soñar con arañas” arroja 444.000 resultados en Google.

“Soñar con moscas”, sin embargo, desplaza del ranking a los demás insectos con sus 498 mil resultados en 26 segundos. Significa más o menos lo mismo que los demás bichos, aunque introduciendo un matiz de culpa en el asunto: “Soñar con moscas representa la mugre y la suciedad, por lo tanto significa que Vd. no está limpio ni física ni emocionalmente”, acusa el portal www.mis-suenos.org.

El otro animal que aparece al toque entre las búsquedas más usuales es la serpiente. Este animal que en la tradición cristiana supo simbolizar al mismísimo Demonio, en la era de la interpretación onírica digital significa lo mismo, aunque como ya no se cree tanto en la existencia del diablo, tiende a derivar hacia un “enemigo” más o menos abstracto, pero que al final casi siempre se materializa en un compañero de trabajo. El diccionario de significados de sueños de euroresidentes.com, primera opción en la lista de 387 mil resultados de “soñar con serpientes”, tira: “Si sueña que ve salir de un árbol una serpiente, significa que va a ser insultado y ofendido por alguien”. Gravísimo.

“Soñar con dientes” ya es algo mucho más masivo. Los resultados de su googleo superan el millón por 450 mil, y quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, si los dientes se caen (que es lo más usual) puede representar “temor a hacer el ridículo en la vida real” o anunciar que “recibirá humillaciones y ataques a su orgullo y vanidad, lo que le conducirá a fracasos y tristezas por temor a padecer hambre, miseria, ruina y tristeza”. Nótese lo vicioso del ciclo “tristeza-por-temor-a-la-tristeza”. Otra clave importante: “soñar que tiene los dientes rotos y los escupe, es de mal augurio, le avisa de la enfermedad de algún familiar o de Vd. mismo” (ver www.mis-sueños.org).

“Soñar que alguien muere”. Este es un tópico mucho más universal y arquetípico, por lo que computa 3 millones 160 mil entradas en castellano. No hay mucho consenso entre los foristas y astrólogos de vocación que pululan por la web acerca del significado de este sueño, pero todas las interpretaciones apuntan a la angustia, la pérdida, la ruptura, el corte con alguna situación... Los más estúpidos y optimistas opinan que si el que muere en el sueño es alguien actualmente vivo, entonces se le alarga automáticamente la vida. En ese esquema, soñar que se muere Menem es insuflarle vida.

En cambio, “si sueña con un conocido que se murió hace tiempo, significa que hay algo en su vida actual o su relación actual que se parece a una faceta de la persona muerta”. Inquietante, ¿no? Alta clave interpretativa para la peli esa del pibito que ve a Bruce Willis.

“Soñar que uno muere” es todavía más popular: 5.820.000 resultados. Igual, simboliza todas las demás pelotudeces anteriores.

“Soñar que estás embarazada” o con embarazos significaría, según euroresidentes.com, que “será desgraciada con su marido y que sus hijos no serán muy atractivos”. Hay otras opciones interpretativas, pero esa es la más científica.

Pensé que “soñar que te persiguen” tenía que ser más taquillero, pero tira pobres 875 mil resultados y “quiere decir que ha llegado la hora para empezar a buscar su destino”. Para los de euroresidentes.com, que alguien te persiga en tus sueños es un llamado a lanzarse a la aventura. Magiamania.com se comporta de forma bastante más racionalista e, inclusive, hasta iluminista al indicar que “es uno de los tipos de sueños que más se repiten, sobre todo cuando somos jóvenes o cuando estamos pasando momentos de gran estrés emocional”.

“Soñar con volar” es de los menos buscados en Google: 86.300 resultados. Simboliza libertad, éxito y cien huevadas positivas más. Quizá por eso no sea tan buscado: todo indica que el miedo y/o la preocupación son los que llevan a la gente a buscar desesperadamente los significados de sus sueños en Internet.

Existen varias alternativas más, casi todas poco o nada interesantes. “Soñar que estás desnudo” quiere decir lo obvio y dicen que es bueno para el aspecto económico del soñador. Para Louise-Frédérique Sainker, la especialista de los sueños de www.enfemenino.com, “verse desnuda en un contexto incongruente revela justificar los propios actos”. Lo bueno es que si “la gente no se da cuenta que está desnuda, significa que para los demás es `normal´”. La desnudez es altamente buscada en Google y en 35 segundos nos da 1.520.000 posibilidades de consulta.

Hay bizarros. “Soñar con senos” (483.000 resultados) indica cosas que no tienen nada que ver con el sexo ni con las poluciones nocturnas. “Si está bien formado, pronto tendrá buena suerte. Si está caído o mal formado, sufrirá desengaños en el amor”, explica el sitio www.tarot-egipcio.com. “En las visiones oníricas las tetas representan la esposa o la hija”, informa una página colombiana después de atajarse explicando que “empleamos el término ´tetas` por ser el más usual entre los intérpretes antiguos de Oriente”.

Tres más: “soñar con acariciar” significa que “alguien de su familia o de sus amigos, se encontrará con problemas y le pedirá ayuda” (garrón); “soñar con un lago”, si es de aguas turbias o turbulentas es mal augurio, de lo contrario es bueno; y “soñar con fotos” quiere decir que todo, pero todo, mal. “Soñar con mierda”, aunque desagradable, se considera tan bueno como pisarla o incluso más, ya que ni siquiera hace falta limpiarse la suela del zapato.

En términos generales, la mayoría de las interpretaciones van hacia lo astrológico, la futurología y la adivinación. Algunas se pretenden más psicologistas, pero suelen caer en lo mismo. Hay también algunos sueños que incorporan tecnología de todo tipo pero que, justamente por eso, no son tan arquetípicos y esta vez no nos interesan. Somos junguianos.

“Soñar con sexo” implicaría un artículo aparte y exclusivo que, quizá, alguna vez redactemos para esta misma academia.

viernes, 8 de marzo de 2013

Contra la falocracia capitalista



Si sos mina, en el día internacional de la mujer trabajadora Groupon te manda ofertas de peluquería y centros de estética a tu mail. Superofertas de alisado definitivo y depilación eterna con fotos de chicas esbeltas en triquini. Esto, por supuesto, irrita a las militantes feministas abonadas a Groupon, que preferirían que se recuerde a las obreras quemadas en la fábrica de camisas Triangle Shirtwaist, en Nueva York, en otro siglo diferente del nuestro.

Lo que también irrita a las ultras del feminismo son las colaboracionistas: esas mujeres que muestran el culo en las revistas y en el programa de Fantino, que abonan el mito falocrático del príncipe azul haciéndole el juego a la logia machista que controla el mundo. Esas mujeres, por ser mujeres, son peores que los jefes pajeros del microcentro que le regalan flores a la secretaria tercerizada: cuando las amazonas controlen la Tierra, esas chicas serán rapadas para que todos las reconozcamos por la calle.

También hay colaboracionistas más pacatas, menos putas pero más zorras, para hablar en términos falocráticos y nada feministas, porque refuerzan la vieja tradición patriarcal de los descendientes de Abraham. Son señoras medievales que cocinan y tienen hijos que van al cole con uniforme, y además salen en la tele y apuestan a la familia como modo básico de socialización. Maru Botana es el Aleph de esta clase de mujeres: ella las contiene a todas desde el inicio de los tiempos hasta el fin de los siglos. Maru es lo que ninguna mujer luchadora querría ser. La odiamos, aunque se le haya muerto un hijo.

Porque hijos se le mueren a cualquiera. A las gordas cooperativistas y manzaneras del conurbano, por ejemplo, se les mueren porque los pisa el tren, porque los clavan para afanarles el celu, porque se pasan de paco o porque a un sargento de la bonaerense se le cantó el culo fifarse un pibe en el calabozo. Y toda esta lucha contra las trolas de la revista H y Maxim, contra las monjas y el Papa, contra Scioli, Macri y De Vido, contra las promociones del Banco Ciudad, todo este constante pujar y respirar, respirar y pujar para parir un mundo en el que haya aborto gratis, maridos incendiarios presos, cantautores políticamente correctos, etcétera-etcétera-etcétera, es por ellas, por las señoras no escolarizadas de Berazategui y el Chaco. Aunque ellas ni lo sepan ni les importe ni vayan a entender nunca los términos semiológicos en que se expresa lo más culto de esta internacional dedicada al combate contra la cosificación de la mujer. Y es una lástima que no lo sepan, porque si así fuera se unirían a las costureras chinas con menopausia prematura, dejarían de lado las prebendas del Estado machista, devolverían la netbook y la AUH y la humillante jubilación de ama de casa, y ganarían las calles y plazas y prostíbulos ruteros al grito de “¡mujeres del mundo, uníos contra la dictadura del pito!”.

Igual, si no te registrás antes, Groupon no te jode.

lunes, 4 de marzo de 2013

Llorar


Mi hermano monje me cuenta por carta una anécdota en la que mi papá se pone a llorar. “Fue la única vez que lo vi llorar”, me dice al final.

Yo, en cambio, lo vi llorar dos veces. Una, la primera, fue un lunes, creo que de 1998. Ese día se había muerto mi tía Eugenia y fuimos a su velorio en Bella Vista. Era de noche. En el camino de ida pasamos por el Monumental, donde estaban por tocar los Stones.

Cuando llegamos a la casa quinta donde había vivido Eugenia con todos mis primos y Joe Pat, mi tío, justo estaban terminando de celebrar misa, ahí en el jardín. Había un montón de gente.

A ella la velaron en el comedor de la casa. El viernes anterior, de cuaresma, toda la familia había comido un pescado en mal estado y algunos se habían descompuesto. Eugenia recién el lunes se había sentido mal y la habían acompañado a una clínica dos de mis tías. Mientras una entraba con Eugenia a la guardia, la otra se quedó estacionando el auto. Antes de que terminara de maniobrar, mi tía salió a decirle que Eugenia se moría o que ya se había muerto. Así de rápido.

Esa noche, cuando nos íbamos del velorio de vuelta para casa, vi que papá se acercaba a un arbusto que estaba cerca del portón de entrada. Todavía está, el arbusto. En la oscuridad, vi cómo se secaba las lágrimas con un pañuelo. Fueron unos segundos nomás, y enseguida volvió hacia donde estábamos nosotros caminando con los hombros caídos igual que siempre.

Después, ya con el auto andando, nos dijo a mi y a mis hermanos: “¿Me prometen que nunca se van a olvidar de su tía Eugenia?”. No sé si le contestamos algo o no. Yo soy muy malo recordando voces y algo mejor recordando caras, pero me acuerdo bien de la cara y la voz de Eugenia. Quizá fue el énfasis que le puso ese día papá a su pregunta lo que hizo que todavía hoy retenga el timbre agudo pero suave de su voz.
Son raros los recuerdos sonoros, porque a veces van acompañados de imágenes que no son las que originalmente iban aparejadas a la frase o al sonido recordado. La cabeza hace una selección caprichosa, edita una voz junto a la cara equivocada.

No recuerdo haber visto lagrimear a papá cuando se murió mi abuela, su madre, el 1º de enero del 2002. Me acuerdo, sí, del calor que hacía y del velorio con música ambiental de cacerolazos.

La otra vez que vi llorar a mi papá fue exactamente el 17 de octubre del 2006. Yo había faltado al trabajo para ir con él al traslado de los restos de Perón desde la CGT hasta San Vicente. Hubo muchos que estuvieron. No sé si hace falta describir la escena: los obreros apostados con sus overoles y cascos amarillos en la escalinata de la Facultad de Ingeniería, Moyano con la cureña, la hora y media que tomó hacer cuatro cuadras hasta la autopista. Y todo lo que siguió.

Cuando la cureña salió escoltada por los granaderos, nosotros estábamos justo en la esquina de Independencia y Azopardo. Yo me había subido a unos pilotes de cemento que hay en esa esquina para poder ver mejor. Mientras iba pasando el cortejo por la calle y la gente se amontonaba a su alrededor cantando la Marcha, miré abajo, hacia mi derecha. Ahí, a unos metros mío, estaba papá con el cuello estirado como para poder ver, agitando un pañuelito blanco con una mano a modo de saludo, llorando con cierta calma. Lo que más me llamó la atención fue la paz con que lloraba papá. Es raro, pero es así.

Obviamente, el asunto me hizo lagrimear a mí también.

En mi memoria, los respectivos pañuelos de cada llanto son uno solo. También son un único saco los sacos que llevaba puesto mi papá cada vez. Mi papá también es uno solo en mi memoria, aunque entre lágrima y lágrima haya habido un período de 9 años durante el cual, sin dudas, envejeció. La memoria tiene esas trampas.

Sé positivamente que lloré delante de mi hijo mayor al menos una vez, que fue cuando enterraron en la Chacarita a papá. Estoy casi seguro de que mi hijo no lo recuerda ni lo hará porque tenía solamente siete meses. Mi hijo menor no creo que me haya visto llorar todavía. 

Lo que no sé es cuántas ni cuáles serán las veces que mis hijos vean llorar a su papá. Muchísimo menos cuáles serán las que recuerden cuando yo ya esté muerto y uno le cuente al otro sobre la vez en que me vio llorar.